domingo, julio 09, 2006

El y ella al azar

La señorita bien o mal plantada en su costumbre escucha pasos cerca de la puerta, sonidos cercanos al ascensor que se acentúan hasta llegar a su puerta, que se convierten en golpes secos sobre la misma. Entonces hace pasar al hombre y le dice que espere en la especie de recepción hogareña, que todavía no llegó la hora de atenderlo.
Entonces el hombre se sienta, quizás está cansado o quizás no, se lo ve aburrido en el gesto cubierto y monótono, pero es jóven y tiene notorias ganas de hacer algo que cuesta adivinar exactamente qué es.
Entonces el hombre se cansa e esperar, saca un haz y empieza a martillar las paredes. Martila, martilla hasta llegar con el hueco al departamento ladino y gemelo, idéntico al alterior, pero extrañamente deshabitado. Entonces él se construye un hogar, y la mujer se desvanece y le dice antes a él que ha encontrado clave, que solo así podrá tenerla, solo así.
Entonces él, asombrado por la informante y sabiéndo que no lo hizo a propósito sino por puro instinto, se descompone y camina, se va y vuelve otra vez, infinitas veces. Ella se ríe y lo despeina, le dice que era una broma que salio sin querer, inofensivamente. El le dice que está herido y ella le dice que también, pero que las heridas del hombre y las de la mujer son siempre distintas y que se yuxtaponen solo en un punto, que es el del amor divino e inabarcable, eterno e incesante y eterno otra vez. ese es el motivo de la eterna diferencia, de la búsqueda permanente.
Entonces le digo, le decimos, (nosotras que somos ella) que sí tonto sí. Que qué me importa el dolor de la diferencia, que para qué existiría si no tuviera al menos una sola oportunidad de enfrentarme a tu existencia misteriosa, vibrante, perpetua. Para qué, chabón, para qué. Si sabés que no es así, solas, aunque nos sonriamos de frente por la dulzura de reconocernos entre nosotras.
Y es así. Está bien todo eso. Nada más.